La insurgencia de la metáfora (A modo de introducción)

0001El 1 de enero de 1959 triunfa la Revolución Cubana. Es la inauguración palmaria de una nueva etapa en la historia de América Latina. Su subversivo vapor se expande hacia el tablero geopolítico del planeta, afecta el curso de la Guerra Fría, incide en el espíritu de la América negra. Para la República Dominicana, la década de 1960 amanece en el trigésimo año de una tiranía cuyo eco de oprobio y sangre empezaba a languidecer. El ejemplo de la Cuba de Fidel Castro late en los corazones jóvenes con más fuerza que las fallidas y fatales tentativas de asesinar al dictador Trujillo, amo de los cuerpos, del Estado y de los pensamientos. Para el mundo y para la República Dominicana, viéndonos hoy en el espejo pretérito de seis décadas atrás, los años 60 fueron cruenta transición hacia la libertad. Acaecieron: el asesinato de las hermanas Mirabal en noviembre de 1960; la conjura que liquidó la dictadura en 1961; la entrada a la democracia con Juan Bosch en 1963; la Revolución de Abril de 1965 para restaurar el orden constitucional, y la invasión militar norteamericana, por segunda vez en nuestro territorio; el ascenso al poder de Joaquín Balaguer en 1966, génesis de la era de los Doce Años, y ocaso de indómitas esperanzas. En el resto del mundo se vivió la crisis de los misiles en 1962; el magnicidio de John F. Kennedy en 1963; el Mayo Francés de 1968 (año que Octavio Paz bautizó como axial por las revueltas estudiantiles en todo el mundo), y el apogeo de la carrera espacial que siembra pisadas humanas en la Luna en 1969. Fue el tiempo de Martin Luther King Jr., de Manuel Aurelio Tavárez Justo y Francisco Alberto Caamaño Deñó, de The Beatles, de los hippies, de la Guerra de Vietnam. Fue el tiempo de Ernesto «Che» Guevara, influyente personalidad en el espíritu rebelde de la época. Fue la crisálida de la valentía, la eclosión de la lucha por los derechos civiles, el tránsito hacia reivindicaciones cuyo trasfondo no pierde vigencia en las relaciones entre la dignidad humana y el poder. Se trata de un tiempo donde la cultura occidental sufre una metamorfosis a partir de la música, la política, la sexualidad, los estupefacientes, la moda y las artes plásticas, entre otras manifestaciones. Estos cambios en el horizonte de las sociedades se proyectan también en la factura literaria.

 En América Latina los golpes de Estado fueron el pan cotidiano. La confrontación entre dictadura y democracia ofrecía escenas que engrosarían las violentas leyendas políticas del continente. Le tocó a la República Dominicana participar en la repartición de asonadas. El gobierno democrático de Juan Bosch fue defenestrado al clarear el otoño de 1963. La misma suerte sufrieron otros gobiernos de la región. El académico mexicano Felipe Victoriano Serrano, en su artículo «Estado, golpes de Estado y militarización en América Latina: una reflexión histórico-política», acota:

 Durante las décadas de 1960 y 1970 del siglo XX, América Latina vivió, de manera sistemática y estratégica, un proceso de militarización, el cual utilizó como acto político de expresión, como puesta en escena, la forma del golpe de Estado (…) Desde la década de 1960 comienza a desplegarse un tipo nuevo de violencia en el continente, una violencia que escapó de las múltiples representaciones que, por entonces, la lucha política poseía. La radicalización de las vanguardias revolucionarias de izquierda, como la creciente movilización de amplios sectores sociales, contrastó con el final abrupto que estos proyectos sufrieron una vez que los golpes desdibujaran el imaginario sobre el cual se proyectaba la idea misma de revolución. Por primera vez en la historia política de América Latina, se pone en funcionamiento una máquina global de exterminio, cuya característica más significativa fue la coordinación supranacional.[1]

No escapó la República Dominicana a este destino común a muchos pueblos latinoamericanos. Los martirios de miles de dominicanos en un tiempo de represión absoluta y de triunfo de la desesperanza, constituyen la savia de la creación literaria de esa época.

La literatura latinoamericana experimentó en los 60 un insólito reconocimiento mundial, un «boom» encabezado por los novelistas Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Julio Cortázar. El éxito de esta promoción literaria coloca a América Latina frente a las miradas universales, erige nuevos paradigmas e influye en la crispación ideológica de aquellos años. El crítico literario Gerald Martin escribe sobre el boom:

No es una exageración afirmar que el sur del continente fue conocido por dos cosas por encima de todas las demás en la década de 1960; éstas fueron, en primer lugar, la Revolución Cubana y su impacto tanto en América Latina como en el tercer mundo en general; y en segundo lugar, el auge de la literatura latinoamericana, cuyo ascenso y caída coincidieron con el auge y caída de las percepciones liberales de Cuba entre 1959 y 1971.[2]

Los escritores del boom se convirtieron en referencia indiscutible de cuán alto podía volar el espíritu latinoamericano, cuyo folklore sociopolítico tiznado con pobreza y sangre también revestía relámpagos de musical felicidad y riqueza cultural. Era el «realismo mágico» de América Latina el que se propalaba ante la conciencia universal. La máxima expresión fue la publicación de la novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, en 1967.

No se corta el cordón umbilical de la creación literaria, del instante histórico en que le toca vivir al creador. Los años 60 fueron rubricados por un mundo convulso, de vacilación existencial ante la amenaza nuclear, y en el caso dominicano, de la constancia de la incertidumbre política. La literatura dominicana no podía exonerar su aliento de estos afanes sociales y espirituales. Con sus voces pletóricas de juventud, esta década enriquece el panorama literario nacional.

II

Han pasado a la posteridad con el nombre de Generación de los 60 y Generación de Posguerra, dos promociones de escritores dominicanos que consolidaron o principiaron su labor creativa en la década de 1960; la primera, antes de la Revolución de Abril de 1965, en ese lustro matizado por la muerte de Trujillo y el escabroso sendero hacia la democracia; la segunda, luego del acontecimiento bélico que trastocaría la conciencia y la historia de la República Dominicana. Más que la similitud etaria, les une que su vocación cantora resuella en la referida época. Aunque tradicionalmente se establecen nomenclaturas diferentes para estos grupos, entre ambos es filiforme, cuasi imperceptible, la frontera temática o ideológica —y sí evidente la convergencia de tonos y aspiraciones—, al menos en sus primigenias andanzas sobre el papel y la tierra. La palabra y la vida les fueron nutridas por similares eventos históricos.

He reunido textos de 30 poetas cuya voz gravita en la década de 1960, punto de partida de nuevos y luminosos nombres de la historia literaria dominicana. Se trata de René del Risco Bermúdez, Rafael Abreu Mejía, Juan José Ayuso, Grey Coiscou, Jacques Viau Renaud, Miguel Alfonseca, Federico Jovine Bermúdez, Jeannette Miller, Norberto James Rawlings, Mateo Morrison, Andrés L. Mateo, Apolinar Núñez, Enriquillo Sánchez, Juan Carlos Mieses, Chiqui Vicioso, Enrique Eusebio, José Enrique García, Luis Manuel Ledesma, Miguel Aníbal Perdomo, Rei Berroa, Alexis Gómez Rosa, Soledad Álvarez, Cándido Gerón, Wilfredo Lozano, Tony Raful, Radhamés Reyes-Vásquez, Odalís G. Pérez, Pedro Pablo Fernández, Ángela Hernández y Cayo Claudio Espinal. Esta compilación encuentra su fundamento en mi interés de presentar a las nuevas generaciones a los aedas que, tras la muerte de Trujillo, originaron un novedoso y significativo episodio de la poesía nacional, y que, a través de estas páginas, entonan un canto parejo para que el mundo y la posteridad tengan a mano parte del sustancioso repertorio poético de los años sesenta.

Son todos escritores de gran reconocimiento en el parnaso literario dominicano, que han trascendido, además, como referentes de la efervescencia cultural que se vivió en aquellos agitados años. La República Dominicana se abría paso a la democracia, entre las malezas del sometimiento y la resistencia al invasor. El sacudimiento que provoca en la patria la Revolución de Abril, constituye el punto de inflexión. La poesía que se gesta en el fragor del combate o en su futura nostalgia, a veces se confunde con el panfleto. Surgen voces perecederas y otras que trillarán un camino duradero. La etapa inicial de muchos de estos cantores está signada por un lirismo que predica los intereses colectivos, la denuncia social, la comunicación con el pueblo, y practica, por tanto, la indiferencia formal. Abandona el cielo y pisa el suelo derretido por las bombas. Emergen agrupaciones como Arte y Liberación, Frente Cultural, El Puño, La Isla, La Máscara y La Antorcha, que reúnen no solo a incipientes literatos sino a artistas y gestores culturales. Este último grupo nuclea a los personajes que luego se conocerían como La Joven Poesía. Los poetas que surgen en la década de los 60 no respondían a la unidad de un exclusivo órgano aglutinador o de fraternidad, sino a la aparición paralela de entes culturales fundidos al fragor social de la época, muchos de los cuales tenían posiciones antagónicas en términos de la concepción de la literatura y de las ideas políticas en boga. Finalmente, la mayoría se congregó en la sección sabatina de literatura del Movimiento Cultural Universitario (MCU). A partir de ahí, recorrieron la geografía nacional con recitales de poesía en lugares públicos. Ganaban celebridad los poetas en su contacto con la población, tanto los del sesenta como los de generaciones anteriores que aún tenían vigencia sobre el suelo de la isla. La publicación de poemarios era exigua. Muchos de los rapsodas no publicarían sus textos en forma de libro sino hasta muchos años después, aunque se daban a conocer en revistas, periódicos y en recitales. La palabra era una espada afilada con el aliento de las multitudes.

En su ensayo Sobre poesía y poetas dominicanos, Lupo Hernández Rueda reseña:

El sentimiento de frustración debido a los resultados de la Guerra de Abril del 65 embarga a toda La Joven Poesía, así como la preocupación del estudio de nuestro pasado y la búsqueda de nuestra identidad, siendo común el deseo de captar en su poesía la realidad del momento dejando testimonio de su época, mediación entre realidad y conciencia, aspiración de un nuevo orden ajeno a la explotación y a la injusticia.[3]

A través del tiempo, muchos de los jóvenes poetas fortalecieron su obra; otros abandonaron parcial o totalmente la poesía, al menos de cara al público. Imposible es desvincular la poesía de esa generación de su militancia patriótica, según la particular cosmovisión de cada grupo, y la propia evolución en su ideario. Innegable es la huella honda que delinea sobre la cartografía de las letras dominicanas.

                                                                         III

A más del surgimiento de nuevos poetas, influyó en la literatura dominicana el cese de la censura posterior a la muerte de Trujillo. Al desaparecer la mordaza, el canto se abre en plenitud desinhibida. Aída Cartagena Portalatín, al dirigir la revista Brigadas Dominicanas y su serie de cuadernos denominada Colección Baluarte, arroja a la luz textos de diversos autores producidos durante la dictadura. Se da a conocer a todo el público el pulso de resistencia de textos que permanecieron en sombras inéditas o que no habían circulado anteriormente en el territorio nacional. La conducta crítica que ameritaba la época encuentra en estas publicaciones un espacio magnánimo de expresión, de testimonio, de lumbre. Brigadas Dominicanas circuló entre diciembre de 1961 y junio de 1962. Entre los escritores que aparecieron en sus páginas, figuran: Rafael Valera Benítez, Víctor Villegas, Francisco Ramón Carvajal Martínez, Pedro Mir, Grey Coiscou Guzmán, Juan José Ayuso, Rodolfo Coiscou Weber, Virgilio Díaz Grullón, Antonio Lockward, Manuel del Cabral, Miguel Ángel Alfonseca, Abelardo Vicioso, Carmen Natalia, Juan José Ayuso, J. Goudy Pratt, Ramón Francisco, Marcio Veloz Maggiolo, Lupo Hernández Rueda, la propia Aída Cartagena Portalatín, Alberto Baeza Flores y Alfredo Lebrón. De esos nombres, la mayoría había experimentado durante la Era su animadversión al régimen y encuentra en esta revista, surgida a finales del año de la caída del tirano, el medio más eficaz para divulgar su literatura de compromiso social y de aspiración a un destino de libertad.

 Se trata, además, de una publicación que funda un vínculo entre «los viejos poetas» y los nuevos, los que surgirán a partir de la nueva década, que coincide con el tránsito histórico a la democracia. Los noveles autores leen a los veteranos, son impulsados por ellos, y traban una armonía generacional para bien de la literatura dominicana. En palabras del historiador dominicano Alejandro Paulino Ramos:

Existió un vínculo histórico-generacional entre los poetas e intelectuales de “la Era” y los que van a surgir al finalizar la dictadura, que luego fueron conocidos como Los del 60 o Generación del 60. Son los antiguos integrantes de la Generación del 48 y algunos vinculados a los movimientos de vanguardia del período 1930-1948 (…), los que van a irrumpir con sus versos encendidos y sus cuentos marcados por las denuncias sociales y los males de la tiranía recién decapitada; ellos apadrinaron a un reducido grupo de jóvenes que se habían iniciado como noveles poetas en el período de transición de la dictadura a la libertad. [4]

La revista Testimonio, entre febrero de 1964 y agosto de 1967, llena el vacío de publicaciones culturales en que había entrado la República. Dirigida por Lupo Hernández Rueda, Luis Alfredo Torres, y Alberto de Peña Lebrón, con Ramón Cifre Navarro como jefe de redacción, la revista desde su inicio marca distancia del conflicto ideológico que primaba en esa coyuntura histórica. Su primer editorial, intitulado «La suerte está echada», establece un norte claro:

Aunque dirigida por tres poetas de una misma generación, Testimonio no es ni será el órgano de un grupo ni un órgano exclusivo de poesía… Sólo una cosa es necesario para tener cabida en Testimonio: Calidad.  Daremos preferencia a lo Dominicano, sin patrioterías inútiles, sin exterioridades vacías. Preferimos el sentimiento; ideas y emociones nacionales con visión de universalidad. [5]

A pesar de esa declaración, su surgimiento, dos meses después de la inmolación de Manolo Távarez Justo y sus compañeros del Movimiento 14 de junio, en diciembre de 1963, exhala un aire velado de pregones. Logra vigencia en medio de turbulencias sociales cuya cúspide fue la Revolución de Abril, y a lo largo de sus números despliega una amplia labor de difusión de las letras dominicanas. El período de su existencia coincide con un notable apogeo del activismo cultural. En su histórico octavo número, de septiembre de 1964, se publican los textos de doce jóvenes poetas dominicanos que empezaron a fulgurar luego de la muerte de Trujillo.

Sobresalieron también en esa época suplementos culturales de diversos periódicos: el de El Caribe, dirigido por María Ugarte; el del Listín Diario, por Carmen Quidiello y Marianne de Tolentino; el de El Nacional, por Freddy Gatón Arce; en el periódico La Noticia, el suplemento Aquí, dirigido por Mateo Morrison y León David; en la revista Ahora el suplemento Palotes, dirigido por Enriquillo Sánchez y Guillermo Piña Contreras.

A pesar de las agobiantes transiciones del poder en la década de los 60, la desaparición de Trujillo coloca la literatura nacional, con sus voces experimentadas o jóvenes, en un escenario de significados liberados. Cae la muralla de la proscripción, y las palabras se sumergen en un océano liberto. Concluyó la noche extensa, aunque el amanecer traerá desafíos ineludibles. Es la hora de descolgar las arpas. Se desenreda el poema de arcaicas cadenas. Es la insurgencia de la metáfora.

                                                               IV

En el nacimiento de la palabra o de los sueños, no hay soledad al pie de la letra, aunque sean solitarias la meditación y la artesanía verbal con que una argamasa de designios y alucinaciones se convierten en poesía. El poeta está cauterizado por el sol de su tiempo y la resonancia de su espacio telúrico. Convive con los colores y el ajenjo de otras almas. Se busca también a sí mismo como quien persigue a un demonio prófugo. Se desentraña a sangre fría en los latidos de su voz. Robert Frost argüía: «Dejen a la poesía solo con el dolor». Por su parte, Gabriel Celaya decía: «Maldigo la poesía que no toma partido hasta mancharse». Quizás ambos, gloriosos trovadores, en esas expresiones se equivocaron ante el mundo y acertaron ante sí mismos. Cada cultor de la tierra de las palabras, se arrodilla ante su propia cosmogonía. Nadie tiene la razón sino el pálpito estremecido. Nadie está en lo correcto sino en el vacío dictamen de la hoja en blanco, misterioso río albo donde navega la lengua. ¡Qué raigambre tan hondamente humana en el vicio de cantar! Se yuxtaponen predicados, ensoñación, abismos. La caligrafía del poeta es un magma totalitario. Jóvenes que forjaron su conciencia entre el cántico y la pólvora, alumbraron un momento determinante en la poesía dominicana. Su influencia trascendió las ventanas del tiempo. Les tocó formarse o consolidar su humanidad en el auge de fogosas esperanzas que embarazaron la poesía.

Desde la aparición del Postumismo en 1921, la poética dominicana gozaba de una salud relevante en el horizonte continental. El movimiento fundado por Domingo Moreno Jimenes fue el único dominicano entre las tendencias de vanguardia de las primeras décadas del siglo XX. Más adelante, de 1943 a 1947, la Poesía Sorprendida, encabezada por Franklin Mieses Burgos, surge con una revista de indiscutible calidad y establece vínculos de fraternidad con voces poéticas internacionales de la estatura del español Pedro Salinas y el francés André Breton, que visitan al grupo como signo de admiración y respaldo. Se añade la presencia del chileno Alberto Baeza Flores. En la década de 1940 llegan al país importantes artistas y escritores de Europa, que trajeron consigo el aliento del mundo de «allá afuera».

En el interregno de los años 20 a los 60, el mundo transita de la resaca de la I Guerra Mundial, a la Gran Depresión y al Holocausto. La configuración geopolítica del planeta es impactada —a la par del gorgoteo de la sangre de millones de personas— y queda finalmente polarizada en el longevo hielo de la Guerra Fría. Aunque la República Dominicana no fuera inmune a los sucesos globales, la Era de Trujillo, que se extiende como un manto sempiterno, instala una realidad absoluta en la isla ante la cual los poetas desafectos al régimen no podían sustraer sus íntimas inquietudes, sea para denunciarlas de camino al exilio, o trasponerlas en sus metáforas.

Además de los postumistas y los sorprendidos, habían emergido las vigorosas figuras de Los Independientes del 40, sobre todo Manuel del Cabral y Pedro Mir, y la Generación del 48, con Lupo Hernández Rueda, Víctor Villegas y otros. La poesía es el género literario que gobierna el panorama literario en cantidad en esos períodos, tal como ocurre en el presente. Al llegar la década de los 60, está presente esa rica tradición, aunque el cambio histórico que se produce con la desaparición física del tirano, instaura una palabra nueva, que sacrifica la forma y estalla en la espontaneidad de presentarse clara y combativa. La novedad de la libertad, aunque permanentemente amenazada, traza el principio de un camino diferente. Los pasos de la poética se enrumbarán por el clamor abierto, por la disidencia estética de que, en palabras de Jean Paul Sartre, «las palabras son hechos». Todo lo que antes se mantuvo subrepticio, ahora se digita en libertad. Las palabras inician una carrera vertiginosa hacia la desnudez del presente. Eso, para los jóvenes poetas, implicaba distancia, la renuncia al pasado, y el imperio de lo ulterior. Con Trujillo murió todo el ayer, parecía ser la consigna. En palabras de Víctor Villegas, refiriéndose a los poetas de la década de los 60, «pasado político y literario no fueron separados por ellos, y en un afán de borrar esos vestigios se emprendió la tarea de crear una poesía dese cero»[6]. La poesía de esa década no es, entonces, solo la semilla de un nuevo capítulo en nuestros anales literarios sino un testimonio de la historia. Aunque en todo el mundo se vivían momentos singulares que pasarían a la perpetuidad, los acontecimientos épicos sobre el suelo dominicano se originaron en el magnicidio del 30 de mayo de 1961. El tránsito a la democracia con el gobierno de Juan Bosch, el posterior Golpe de Estado a finales de 1963, y la Revolución de Abril de 1965, provocarían una amargura generacional que constituye la sustancia misma de la Generación de Posguerra, que es la que surge después de estos dramas. La Generación del 60, que emerge entre el fin de la dictadura y la Revolución, también participa de ese sentimiento amargo. Los de Posguerra refuerzan la ciudad como elemento vital de sus cánticos. Ni a unos ni a otros los une un parámetro definitivo, sino la coincidencia en el tiempo, espacio, causas sociales y fe en la poesía como vehículo de transformación y catarsis. Es necesario resaltar que ese vínculo fue también entre escritores y pintores, en un ejercicio incluso de reciprocidad inspirativa: el poeta versificando sobre lo que el pintor expone en sus murales. Una destacada integrante de la Generación del 60, Jeannette Miller, señala:

Los extremos de una satrapía sangrienta y deleznable culminaron no sólo en la decapitación del régimen, sino que sacaron a flote toda esa subyacencia que mantenía viva la esperanza en una sociedad ávida de justicia. Esta mentalidad es la que distingue la década de 1960, un período de derrumbes y sepulturas, pero también de nuevas definiciones y aperturas. El concepto de identidad asume no sólo la definición de hombre, paisaje y hábitat, sino la negritud y la militancia política e ideológica. Uno de los aspectos que mejor define la sociedad y el artista de esos años es la capacidad de vislumbrar alternativas; producto de esto se realizaron trabajos experimentales que ante todo querían borrar lo que oliera a pasado. [7]

Tanto Villegas como Miller refieren ese deseo de los escritores del 60 de quebrar lazos con el pasado a como dé lugar. Esa es la verdad esencial de las dos promociones que convergen en esa década; en esa ansia de futuro, en esa sed de horizonte, reposa la memoria de un nacimiento: el de los poetas que fundieron su corazón al corazón nacional, y en ese doble latido aulló su poesía.

                                                                   V

En la diversidad de los poetas que figuran en esta antología, el aliento poético se esparce con gran pluralidad. En algunos casos hubo solo un breve destello literario, y en otros, vidas enteras consagradas al oficio de escribir. Disímiles también muchas de sus biografías, algunas finalizadas muy temprano; diferentes los enfoques, una vez que el tiempo permitió la madurez de la tinta y de la vida. Los poetas de los 60 exploraron modalidades prácticamente intocadas en el país, como el haiku, el epigrama, el collage. Algunos añadieron el humor y la ironía a sus textos, otros entraron al reino de lo experimental. Hacia el final de la década se expanden los tonos y registros. El paso de los años, el estudio, la reflexión, permiten la exploración de nuevas posibilidades en la poética.  Estaban todos bajo la sombrilla de un tiempo flagrante y fueron fieles a la hora en que el azar les convocó, al momento iniciático que simboliza esa década. Encontramos, en esta selección, textos en que se vislumbra esa pluralidad de senderos, recursos y númenes de los creadores sesentistas. La influencia sobre ellos de los acontecimientos sociales y políticos de la década de 1960 no significa necesariamente que estos temas figuren explícitamente en sus poemas. Aquella época convulsa cambió al ser dominicano, repercutió sobre la psique colectiva, inoculó en la conciencia nacional las cenizas de sus mártires. Los poetas dominicanos que atravesaron ese puente histórico, emergen con una preceptiva y una inventiva que les diferencia de sus antecesores. Establecen, además, los fundamentos invisibles de futuras exploraciones de la poesía dominicana. Numerosos estudios y antologías han versado sobre las generaciones literarias de los sesenta, regularmente haciendo la clásica separación entre ellas. En esta oportunidad, hemos combinado las voces que las integran, con el criterio de que recibieron la influencia de una temporada común en el discurrir histórico de la República Dominicana. Ambas generaciones confluyeron en un momento decisivo para la patria y, aunque el listado que aquí se presenta no pretende ser un canon absoluto, permitirá una valoración de las voces más trascendentales que se ubican en el referido intervalo de años.

Tengo la radical convicción de que abrevar en la fuente de la historia de la literatura dominicana, fortalece nuestra identidad y nos permite una apreciación genuina de lo relevante que han sido, en el discurrir de la literatura latinoamericana, nuestras voces, aunque no siempre haya habido una oportuna proyección internacional de ellas. La interacción con miles de estudiantes a lo largo de los años, en mi condición de gestor cultural, me ha mostrado que como en otras épocas, hay todavía un interés juvenil por la poesía, aunque se difumine luego bajo la influencia de las pantallas y de la vida rauda, espiritualmente inorgánica, de este siglo. Animado también por esa experiencia, emprendí este proyecto antológico. Los valores y los apremios de este tiempo son distintos pero tampoco estáticos. Acaso sirva este trabajo para mirar hacia ese amanecer ya pretérito en que la poesía caminó por el país con pasos de paladín, unida a un apogeo cultural que fue victoria en tiempos de agonía política.

¿Devino en frustración la potente esperanza que se alumbraba al inicio de los sesenta? Nos quedó la poesía. Nos quedó el poema como objeto cósmico, oboe iridiscente, ubicuo maná, urgencia que nos trasciende, nos supera y hasta nos purga, como sujetos masivamente solitarios, pendiendo de una identidad borrosa; el poema, territorio movedizo, cosmos independiente de los decretos de la gramática y la lógica, fantasmagoría viva donde ondea, mutilada, la bandera de los significados; el poema, reino generoso para los descarriados. Su puerta es más ancha que la vida. Se cruza para siempre su umbral y se le da la espalda al tropel de los días vacíos. El poema, como civilización, como patria, como habitación hermética y atemporal, como herejía musical contra la fachada del mundo, como conciencia de un eterno abril desde una nueva edad, como cifrado amanecer en la media isla donde nace y se apaga, circular, el soplo de la vida.

La semblanza dominicana es un bosquejo de espinas y estrellas. Sobre el pabellón tricolor ha resplandecido la preeminencia de muchos grandes dominicanos, entre ellos escritores. En relación a estos, el más valido homenaje es leerles, profundizar en sus obras. Que en el perpetuo imperio de la poesía —que no cae ni en República Dominicana ni en ninguna latitud del universo— oriente el entero futuro dominicano hacia la luz definitiva.

 

 


[1] Victoriano Serrano, Felipe. «Estado, golpes de Estado y militarización en América Latina: una reflexión histórico- política». Argumentos (Méx.) [online]. 2010, vol. 23, n. 64, pp.175-193. ISSN 0187-5795.

[2] Gerald Martin. «Boom, Yes; ‘New’ Novel, No: Further Reflections on the Optical Illusions of the 1960s in Latin America». Bulletin of Latin American Research, vol. 3, no. 2, 1984, pp. 53–63. JSTOR, http://www.jstor.org/stable/3338252.

[3] Lupo Hernández Rueda. Sobre poesía y poetas ominicanos. Programa Nacional de Publicaciones SEESCyT, Colección Humanidades, Santo Domingo, 2007, p. 109.

[4] Alejandro Paulino Ramos. Acento, 4 de febrero de 2017. «Poetas en Caminos de Libertad: revista Brigadas Dominicanas».

[5] Revista de artes y letras Testimonio, febrero de 1964, Santo Domingo.

[6] Víctor Villegas, en Manifiesto para el tiempo, 1985. Citado de Antología histórica de la poesía dominicana del siglo XX (1912-1995), de Franklin Gutiérrez. San Juan, Puerto Rico, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1998, 2da. ed., p. 42.

[7] Jeannette Miller. Afro-Hispanic Review, vol. 27, no. 2, 2008, p. 230 JSTOR, http://www.jstor.org/stable/41351077.

Deja un comentario